Oye, pues la oración de tu siervo (1 Reyes 8:30)
La casa de Dios o la morada donde habita su presencia, es edificada por cada uno de los que formamos parte de la Iglesia. La casa de Dios debe ser un lugar limpio de todo aquello que pueda contaminarlo. Tampoco es que vamos a convertirnos en fariseos que a todo le llaman pecado, estamos en la libertad de movernos, comportarnos, vivir de forma natural, en el orden establecido por Dios. La casa de Dios es mas nuestro interior, pero también se le llama así al lugar donde nos reunimos para adorar al Altísimo.
El rey Salomón edificó el templo, cuya construcción duró siete años, este edificio fue revestido de maderas preciosas, oro, candeleros, mesas, cortinas, allí fue colocado el arca del pacto que contenía las tablas de la ley de Moises, todo fue escogido, dedicado con especial cuidado, porque todo lo que se hace para Dios es muy especial y hecho con todo el corazón.
El día que las puertas del templo fueron abiertas, el Rey hizo una dedicación. Mencionó que su padre, el rey David había tenido el deseo de construir el templo, pero aunque Dios se lo reconoció, no le permitió edificar el templo sino a su hijo Salomón. Jehová cumplió su palabra. El rey se levantó y extendió sus manos al cielo en señal de gratitud diciendo: “No hay Dios como tú, ni arriba en los cielos ni abajo en la tierra, que guardas el pacto y la misericordia a tus siervos, los que andan delante de ti con todo tu corazón” (v.23). “Oye pues la oración de tu siervo, y de tu pueblo Israel; cuando oren en este lugar, también tu lo oirás en el lugar de tu morada, en los cielos; escucha y perdona. (v.30).
Gracias al Señor por permitirnos tener un lugar donde congregarnos, sus ojos están abiertos de noche y de día para escucharnos, por eso es importante congregarnos, aunque él está en todo lugar, es precioso cuando todos estamos reunidos y juntos elevamos esos cantos de adoración, ese jubilo en el corazón, sentir su presencia y el gozo cumplido en nuestra vida.
Dios le siga bendiciendo.